domingo, 7 de diciembre de 2014

El espectáculo

La noche anterior había estado cargada de pasión, besos, caricias, amor y deseo. Mi esposa y yo nos habíamos regalado un tiempo libre; unas vacaciones de dos días en un hotel junto al mar, que nos vinculó como nunca, a la vez que nos separaron de la rutina diaria, las presiones del trabajo y el reloj. ¡Ese maldito reloj que no dejaba de hacer “tic-tac”!, pero que al final logramos desoír, mientras nos deshacíamos entre las sábanas.
            El escenario no podía ser mejor; el cielo, las estrellas, la brisa marina, el olor a sal y arena, el aire húmedo, y su piel desnuda, que me invitaba a no apartarme de ella nunca.
¡Qué vista! Y no sólo hablaba de mi mujer portando su desnudez, sino también la que podíamos disfrutar desde el balcón de la habitación; los faroles, las palmeras agitándose, la playa, y el océano, indómito y a la vez sereno.
            Ésa era nuestra última noche en ese lugar, y no la estábamos desperdiciando. El día siguiente nos esperaba un largo camino a casa y el regreso a la rutina. Pero en ese momento sólo éramos dos amantes que se contaban todo, sin necesidad de decirse ni una sola palabra.
            Ella se veía gloriosa con ese camisón que revelaba tanto, sin exhibirse por completo. Y yo me sentía como un adolescente inexperto, ante la Diosa del Amor y del Deseo, que me sonreía con la mirada, al tiempo que se encaminó hacia el balcón, cerrándose la bata, e invitándome a seguirle los pasos, lo cual no dudé en hacerlo. La noche era sólo nuestra. Nos dimos un hermoso beso, y ella apoyó su cabeza en mi pecho.
– ¡¿Ya viste eso?! –dijo sorprendida.
–Pero ¡qué belleza! –agregó, mientras yo intentaba localizar lo que ella veía.
Desde ese lugar, yo sólo alcancé a ver otro hotel. Por lo que pensé que mi mujer intentaba distraerme, como una broma. Pero no era así, porque al poco tiempo noté, en una de las habitaciones de enfrente, con las luces prendidas y las ventanas abiertas, a una pareja que estaban haciendo el amor, con tanta pasión que hasta parecían fuerzas de la naturaleza; como dos flamas entrelazándose en una hoguera, como el sol internándose en el horizonte, como las olas que rugen al impactar contra las escolleras, o dos gotas volviéndose una sola.
Verlos me despertaba mucho más que morbo, y que mi esposa estuviera a mi lado, disfrutando de ese espectáculo, me hacía sentir más libre que nunca. Pensaba que nuestra relación había llegado a otro nivel.
– ¿No te parece hermosa? –me preguntó, y yo dudé en responder.
–Claro que sí, pero para mí no hay nada más bella que tú –contesté, un tanto nervioso.  
– ¡Qué lindo eres! –dijo y me besó en la boca.
–Ahora vengo, voy por la cámara –agregó, y yo me quedé sorprendido, mientras me preguntaba qué clase de deseos ocultos había despertado nuestro fugaz viaje al paraíso.
– ¿Y si se dan cuenta? –le dije, para hacerla desistir de su idea.
–No creo que les importe –dijo, mientras hurgaba en la maleta, en pos de la cámara.
Tal vez ella tenía razón, después de todo, si no se preocuparon en reservar su intimidad para ellos dos, ¿por qué habrían de molestarse por unas cuantas fotos?
Sin embargo, la sola idea me estremecía. Eso iba más allá. Una cosa era ver a dos personas fundiéndose en un solo ser, y otra sería fotografiarlos mientras lo hacían. Al fin de cuentas, sólo eran dos amantes, como mi esposa y yo. Por lo que me alejé del balcón y le pedí a ella que desistiera de concretar su descabellada idea.
Le hablé del amor, la pasión, y el derecho a la privacidad. Incluso le pregunté si a ella le gustaría que le tomaran fotos cuando estaba haciendo el amor conmigo.
Ella me miró sonrojada y dijo:
–Pues no sé de qué estás hablando. Entiendo que las parejas necesitan su intimidad y todo eso. Por supuesto que lo que hay entre nosotros sólo nos incumbe a ti y a mí. Pero ¿eso qué tiene que ver con que le saque una foto a la luna? –dijo, intrigada.

Por lo que volví al balcón. Miré por última vez a aquella habitación, que ya tenía las luces apagadas, y subí la mirada. Entonces la vi; la luna llena brillaba en lo más alto, como un faro, y por un segundo me pareció que se reía de mí.  

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