domingo, 7 de diciembre de 2014

El globo

Hay días que nunca quisiéramos haber vivido; pruebas que parecen haber sido impuestas por un Dios malévolo que disfruta de nuestro sufrimiento, o simplemente solemos “exagerar la nota”, y terminamos por hacer que la orquesta entera pierda el “compás”, cuando en realidad los sucesos adversos no suelen ser tan “importantes”.
            Hace unas semanas tuve un día que jamás me hubiese gustado experimentar, pero que al mismo tiempo me dejó una gran enseñanza. Después de cinco años en una relación que jamás pensé que terminaría, vi naufragar mis expectativas en un océano de mentiras, resumido en un beso apasionado entre ella, la mujer de mi vida, y su amante. No dejé que me explicara nada, no era necesario, pese a que mentalmente trataba de buscar una razón que le diera sentido a ese suceso; desde un momento de debilidad, un malentendido, hasta hipnosis. Justificaciones que caían como bólidos ante su recuerdo; frágil y hermosa, derritiéndose entre los brazos de aquel desconocido.
            El mundo se me vino abajo, incluso ese día ni siquiera fui a trabajar, no tenía caso, ya que el motor que mantenía en marcha mi existencia se había detenido. Mi vida carecía de sentido y la oscuridad se apoderó de un mundo de proyectos que había edificado a su lado. Sólo quedaba el silencio y las huellas de mis pisadas grabadas en un mar de cenizas.
            Caminé por horas, vagué sin destino, como si quisiera desaparecer del mundo, o incluso de mí mismo. Hasta que el azar me llevó hasta el metro. Sin pensarlo, empecé a bajar las escaleras de la estación, sumido en mi miseria y con ganas de terminar con todo de una maldita vez, quizás entre las mismas vías. Entonces una sombra llamó mi atención y me obligó a detener mis pasos. Un globo se había escapado de las manos de un pequeño, de no más de cinco años. El niño trató de brincar lo más alto que pudo, sin alcanzar su objetivo. Luego bajó la mirada, como lamentando el hecho, no sé, tal vez incluso se culpó por haber soltado el hilo. Después miró una vez más al elusivo fugitivo, que se alejaba cada vez más de su alcance, sonrió para sí mismo y en su media lengua dijo: “Adiósh gobo, adiósh”.

El pequeño maestro había “hablado” y ese día aprendí la lección más importante de mi vida, hasta el día de hoy.    

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