domingo, 7 de diciembre de 2014

Un viaje en metro

Estoy en el último tren que saldrá de la estación del metro. Ya casi es media noche y en el vagón sólo viajamos un puñado de personas y una Diosa. Tal vez exagere, pero no encuentro una mejor manera para referirme a ella; simplemente tiene algo que la baña de una belleza que no cualquiera posee. No sólo es su brillante y larga cabellera, que le llega hasta la cintura, ni sus labios húmedos y carmesí, o sus ojos grandes y llenos de vida, encubiertos tras unas gafas que no opacan ni por un instante sus encantos.
            La veo y no pierdo detalle de sus movimientos; la manera como pasa las hojas del libro que está leyendo desde que tomó asiento, la gracia con la que se acomoda su inquieta melena, que cada vez que el vagón se detiene se le viene a la cara, hasta la forma como limpia sus lentes, en cada ocasión que voltea a ver el reloj y la estación del metro en la que nos encontramos.
            Yo la veo como hipnotizado; con ganas de ir hacia ella e iniciar una conversación, pero no quiero interrumpir su lectura. De repente, saca de su bolsa una pluma de ave, que emplea como separador de libros, y cierra su texto.
Pero justo cuando estoy armándome de valor para levantarme de mi asiento, ella saca un par de audífonos, un reproductor de música y vuelvo a perder mi oportunidad.
            En ese momento experimento mil emociones en un solo instante; me siento frustrado, impotente, pero a la vez halagado por compartir ese espacio con ella, y me deleito de verla mover su cabeza, posiblemente siguiendo el ritmo de su música favorita.
Me pregunto qué canción es la que hace bailar a esa Diosa, qué melodía es la que mueve sus sueños, y qué ritmo será el afortunado de hacer que suspire su corazón.
            Nunca pensé que un viaje en metro me resultaría tan gratificante. Entonces, el cansancio y la hora se confabulan para hacerla bostezar. Ella apenas tiene tiempo de cubrirse la boca, privándome de la oportunidad de conocerla un poco más afondo, pero demostrándome que es toda una dama, que no dejará que cualquiera hurgue, ni siquiera con los ojos su intimidad.
            Yo estoy extasiado, al grado que apenas me doy cuenta de que por un instante se han cruzado nuestras miradas. Tan pronto me percato, volteo la cara y finjo ver mi reloj, mientras de reojo observo su reacción.
No sé si me lo estoy imaginando, pero me parece que me ha sonreído. Quiero comprobar esta posibilidad, pero no me atrevo a verla a la cara. Entonces llegamos a una nueva estación y ella se enfila a la puerta para descender.
            Yo podría aprovechar y salir a su lado, aún no sé con qué objetivo, pero no muevo ni un solo músculo. No puedo dejar que se me escape de las manos, pero aún así la dejo ir, sin fijarme siquiera en la estación. No quiero que me tome por un acosador, además, me imagino que muy pronto llegaré a mi destino.
            Entonces, ella se baja, se cierran las puertas, avanza y voltea, como buscando alguien, pero al ver que desciende sola, baja la cabeza y se sigue de frente.

            Ahora sé que no me imaginé la sonrisa que me regalara hace unos minutos, pero lo peor no es eso, sino que justo ahora me doy cuenta de que ella había descendido en la misma estación en la que debí haberme bajado yo.       

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