domingo, 15 de noviembre de 2015

Esperanza

Esperanza remoja sus recuerdos en el café que se enfría entre las hojas de otoño, perfumado de nostalgia y canela, endulzado con miel espesa y uno que otro poema de primavera e invierno. Su sonrisa se dibuja en el pensamiento, mientras su pelo y el viento juegan, acariciando su cuello desnudo, como las gotas de lluvia que bañan a las piedras, como suspiros del tiempo.
            Más allá de todo, el enjambre que hacía nido en su cabeza se disipa, se evapora y se mezcla con las nubes negras que la ven desde lejos, estratos de muerte, cúmulos de descontento, que eclipsan los cirrus de buenaventura, cada vez más difusos, como nimbostratos de desolación y peste.
            Del otro lado del mundo, la muerte se ha vestido de odio, fuego y pólvora, mientras en nuestros campos sigue en harapos de pobreza, miedo, sed y hambre.

            Esperanza remoja sus recuerdos en la sangre que se escapa, de los cuerpos sin vida, sin nombre, sin Dios ni dioses, sin banderas ni credos, sin templos ni mezquitas, sin hoy y sin mañana. Sólo el ayer, arrancándole a la historia un fragmento de su vida, empapando de dolor la tierra y el agua, que hiede a odio y venganza. 

En el fondo

 En el fondo espero que todo haya sido un mal entendido, un error, un accidente, una pesadilla. Pero en la superficie aún tiemblo, como un estanque al que han arrojado una piedrecilla, con el único propósito de generar ondas.
Todo se confunde y difumina; no alcanzo a comprender qué fue lo qué pasó, ni cómo es que todo terminó de esta manera entre nosotros. Hace sólo unos días parecía que habíamos nacido para estar juntos, pero ahora, busco tu imagen y sólo veo el cielo, las nubes y mi reflejo distorsionado, mientras tú sigues ahí, en el fondo, y con la mirada en blanco.

Hasta siento que me observas, casi como si aquel último acto fuese tu venganza suprema. Aquel día dijiste que jamás podría borrarte de mi cabeza, que no serías una más, como la otra, y pensé que alardeabas. Ahora te veo ahí, perdida entre las aguas, y pese a saber que no tuve la culpa, sé muy bien que en el fondo fui yo, quien te dejó ahí. 

Carne

-I-
Mi trabajo es rutinario, en algunas ocasiones un poco dramático, pero en lo general aburrido. Así me gusta, digamos que nunca he sido partidaria de las emociones fuertes o excitantes, por eso dejé la ciudad y busqué mi camino en otro sitio; uno mucho más apacible, tranquilo y natural. Un lugar donde pudiera ser lo que quiero y no lo que los impulsos me obligaran a ser.
            Soy trabajadora social y la mayoría de mi tiempo laboral lo invierto en llenar formularios, almacenar expedientes y organizar papeles, pero de vez en cuando hay que corroborar que lo señalado en dichos documentos correspondan con la realidad descrita, por lo que a veces he tenido que abandonar la oficina para constatar que las direcciones existan, que las personas realmente habiten ahí, en verdad necesiten el apoyo que solicitan o si hacen un uso adecuado de la ayuda prestada. En fin, rondas que en la mayoría de las ocasiones no me toman más que un par de horas.
            Hoy es uno de esos días. Al parecer un padre de familia reportó a uno de sus vecinos, lo acusa de mantener cautivo a un niño, que presumiblemente es su propio hijo. En la escuela no saben nada del muchacho desde hace casi seis meses y ni el padre o la madre han acudido a los citatorios de los directivos del colegio. Si bien no se le puede obligar a nadie a darle educación elemental a su propio hijo, y mantener en “cautiverio” a quién sea, debería ser un asunto que les correspondería a la policía y no a mí, las autoridades prefiere ser “sutiles” al respecto, y por eso tengo que ser yo la que vea la validez o falsedad de las acusaciones. Lo cual, de entrada no pinta nada bien, pero bueno, es mi trabajo. Sólo espero que no se me salga de las manos.

-II-
El padre se hace llamar Isaac y la madre María, el niño se llama Andrés y según la escuela tiene diez años, por lo que quizás el motivo de su deserción académica no sea necesariamente de los padres, sino de él y las circunstancias del país, que exigen que cada vez más jóvenes abandonen los estudios en pos de obtener un trabajo, mal pagado y en ocasiones denigrante, pero “trabajo” al fin de cuentas, en búsqueda de un ingreso que ayude a sobrevivir a la familia.
            El barrio donde habitan es de clase baja, el tipo de zona en la que hay un sinfín de vagabundos, pero ni un solo limosnero, ya que nadie porta ni un quinto para regalárselo al otro, por lo que en vez de pedir, intimidan o roban. Lo bueno es que nunca salgo con más dinero del que necesito y mi auto lo dejé en el trabajo, por lo que sólo cargo con lo suficiente para pagar el autobús que me lleve de regreso a la oficina.
            La vivienda es lo que esperaba; láminas, cartones y unos cuantos blocks. Lo que me hace suponer que las circunstancias son lo que me esperaba y que la deserción del niño más que un acto de negligencia familiar, es uno más de los crímenes que el Estado comete contra la población más desprotegida. La buena noticia es que no estaré mucho tiempo por acá.
            Toco la lámina que hace las funciones de puerta y una mujer en el interior me grita, solicitando que me identifique. Yo lo hago y me responde el silencio. Vuelvo a tocar y después de un minuto, me abre la puerta un hombre enorme, casi de dos metros, que ha de pesar más de ciento cincuenta kilos.
            –¿Qué es lo que quiere? –me pregunta con brusquedad e intimidantemente.
            Yo contengo mis emociones y le respondo; pausada y cordialmente. Pero él no parece satisfecho. De reojo observo el muladar que él ha de llamar hogar y vuelvo mi vista a ese hombre, sobre todo a su mano, que porta un cuchillo manchado, tal vez con sangre.
            –Creo que ya ha visto suficiente –agrega y me sujeta de la mano.
            –No cometa una tontería, se lo suplico, todos en mi oficina saben que vine a este lugar, y si no me reporto en media hora, de seguro vendrá la policía a buscarme –le digo, tratando de sonar convincente.
            Pero sólo obtengo risas, tanto de él como de la señora, quien me observa desde una mecedora, donde aparentemente está desollando lo que parece un animal, pero que poco a poco me percato que son extremidades humanas.
            –Aquí nadie te va a buscar. Mujer estúpida. A este lugar ni siquiera entra la policía o el ejército. Y nadie sale, al menos que yo lo diga. Y tú no saldrás viva, mucho menos entera. –Señala y me da un golpe que hace que todo se ponga negro.

-III-
Despierto en un  cuarto salido de una película de horror; huesos rotos por todas partes, sangre en el techo, restos de carne hasta en las paredes y un niño, que corresponde a la descripción de Andrés, encadenado en un rincón, en cuclillas y mordisqueando lo que parece ser una rata. Siento que todo me da vueltas y si no fuera por un repentino ardor en mis muñecas, no me hubiese percatado de que yo también estoy encadenada.
            Entonces quiero gritar, pero sé que no debo perder la calma. Debo dejar de pensar sólo en mí y centrar mi atención en Andrés, quien me ve y suelta el pequeño cadáver de su presa. Al parecer no está tan sometido como yo pensaba, ya que poco a poco, y aún en cuclillas, se hace camino entre los restos humanos, hasta llegar a mí. Me mira curioso, como si nunca hubiese visto a una mujer antes. Lo cual me invita a pensar que quizás este niño no es quien yo pensaba. Se comporta como un salvaje, no habla ni intenta comunicarse, sólo arrastra sus cadenas, mira mis piernas, toca mis manos y observa las suyas.
            –Veo que ya conociste a Aarón –dice una voz infantil, desde el otro lado de la habitación.
            –¿Qué? ¿Quién eres tú? –le pregunto titubeante.
            –¿No lo sabes? Yo soy Andrés. –Responde y se acerca, con un enorme cuchillo entre sus manos, semejante al que portaba el que seguramente es su padre, y un pequeño costal.
            –¿Por qué hacen esto? ¿Qué le han hecho a este pobre niño? –inquiero, a punto de perder la calma.
            –Al principio por necesidad; las cosas cada vez se ponen más difíciles en todas partes y hay que aprender a “devorar” a los otros, antes de que ellos nos devoren primero. Después fue por “poder” y, como ya habrás aprendido, no hay poder más grande que el miedo. Y ahora hasta somos un mal necesario; eliminamos los excedentes incómodos y las autoridades no se meten con nosotros, tal vez por el mismo “miedo”. De hecho, aquel padre de familia que motivó su presencia en este sitio, ya aprendió su lección. No creo que vuelva a meterse en lo que no le importa, al menos que quiera perder a alguien más, además de a su esposa –me cuenta, como si fuera una proeza, al tiempo que saca la mano cercenada de una mujer del costal.
–Debo admitir que en lo personal encuentro muy insípida la carne blanca, pero ésta no estuvo tan mal. Sin duda mamá sabe cómo preparar la comida. –Agregó, antes de arrojarme la mano, como si fuera un perro al que le arrojan un trozo de carne.
            –Tal vez tengan intimidadas a las autoridades y al pueblo entero, pero a mí no me asustan, ni tu padre, ni tu madre, ni tú, ni tu mascota –le digo, señalando con la mirada al otro niño. –Y ya me cansé de sus juegos.
            –Jajajaja, la verdad, no creo que estés en posición de exigir nada, y no acostumbro negociar con la comida. –Responde y se me acerca intimidantemente.
            Entonces me rindo. Dejo de luchar contra mi naturaleza y me limito a sentir cómo la sangre se agita en mis entrañas, hasta que es liberada de un tajo en el pecho. Ya es demasiado tarde, para ellos.
            Al principio sólo escucho sus risas, ahora acompañadas por Isaac y María. Tengo a la familia completa de testigo y yo ardo en presentar mi mejor acto de supervivencia. La herida en mi pecho duele y arde, tanto que hasta me resulta incómodamente placentera. Les regalo un quejido y me contengo, hasta el punto en que no puedo más que soltar un aullido.
            Mis cadenas no duran mucho tiempo, mientras la metamorfosis termina por apoderarse de mi consciencia. Ya no puedo controlar mis actos, sólo me limito a sentir y observar a la bestia que había estado dormida en mi cuerpo, desde el mismo día en que nací. Siento cómo se rompen las cadenas, se desgarra mi piel humana, se reacomodan los huesos y mi uniforme termina hecho jirones. Saboreo el olor a sangre, sudor y miedo. Lo admito, me excita el terror que reflejan en sus ojos. Ponen resistencia, pero es inútil.
Primero decapito a Isaac, de un simple golpe. Sigo con María, quién me ve inmóvil y aterrada; le reviento las entrañas con mis garras y la dejo viva, para que vea cómo termino con el resto. Andrés es el siguiente; pequeño arrogante que se defeca en los pantalones con sólo sentir mi aliento en su cara. No demoro mucho y le arranco la garganta de un mordisco. Entonces temo por Aarón, él no tiene la culpa de nada, es sólo una víctima más de estos locos, pero yo ya no tengo el control sobre mi cuerpo, sino la bestia.
            Aúllo con tal fuerza que los huesos alrededor se sacuden. Por un segundo recupero las riendas y me dispongo a marcharme, pero el inconsciente niño me ve como una rata gigante y se abalanza contra mis piernas. De nuevo pierdo el control y cierro los ojos, pero no puedo evitar sentir cómo mis garras destrozan el cráneo de aquel pequeño.
            Entonces despierto. Bañada en sudor y con el corazón que me quiere salir por las orejas.

            Sé que lo he dicho muchas veces antes, pero ahora sí va en serio; no vuelvo a cenar tan tarde y mucho menos carne. 

La enfermera

Hace unos meses, la enfermera que me había estado auxiliando por años, se lastimó una pierna y desde entonces ha estado en convalecencia, en espera de que suelde completamente su tibia. Por ello me vi en la penosa necesidad de colocar un anuncio en el  periódico local, en el que solicitaba a una persona calificada para ayudarme en el consultorio.
            Sorpresivamente respondieron varias a la convocatoria, entre ellas, una joven que además de desbordar entusiasmo y capacidad, sobresalía por su belleza física. Yo sabía que contratarla se vería con suspicacia, pese a su currículum, pero me arriesgué y le di el trabajo.
            Se llamaba Irene y era justamente lo que había estado buscando; ya que no sólo era eficiente, sino además trataba con amabilidad a los pacientes, lo que hacía mucho más amena la consulta, tanto a ellos como a mí. Recuerdo que incluso llegué a agradecer el desafortunado incidente de mi anterior enfermera, y la verdad ya no tenía tanta prisa para que se recuperara.
            Todo cambió el día que llegó mi esposa de visita al consultorio, para dejarme unos expedientes que había dejado por distracción sobre el escritorio de la casa. Entonces Irene me pareció otra persona; se movía con torpeza, tartamudeaba, en fin, hasta derramó el café sobre mis zapatos.
            –Esta chica está muy rara, ¿seguro que era la persona adecuada para el trabajo, o sólo te fijaste en su físico? –me preguntó mi mujer, con cierto tono intimidante.
            –La verdad no sé qué pasa. Ella no suele ser así, de hecho ha sido mucho más eficiente que la otra –le aclaré.
            –Pues yo creo que le incomodó que te viniera a visitar. Para mí que esta muchacha tiene otras intenciones contigo –sugirió, con cierta molestia en el rostro.
            –Pero ¿qué dices? Claro que no. Ya estás imaginando cosas –le respondí, tratando de sonar convincente.
            –No seas necio, mira como nos ve, desde lejos, y parece no soportar ni mi mirada. Sin duda mi presencia le molesta y eso tal vez te halague, pero a mí me incomoda. Despídela –me susurró, con una sonrisa retadora, y se marchó.
            Yo no sabía qué hacer. Las sospechas de mi mujer me parecían ridículas, pero no podía sacarme sus palabras de la cabeza y, como suele suceder, después de un rato, también empecé a notar sospechoso el comportamiento de Irene, quien, como había sugerido mi esposa, parecía esconder su mirada de la mía.
            –Irene –la mandé a llamar, y ella llegó tropezándose con todo lo que tuvo enfrente. –Aprovechando que no tenemos pacientes, quiero preguntarte algo.
            –Lo que guste doctor –respondió tímidamente y refugiando su vista en las paredes y el techo.
            –Noté que te perturbó un poco la presencia de mi esposa en este lugar.
            –No doctor, ¿cómo cree? –Dijo con una sonrisa nerviosa –sólo estoy un poco distraída, nada más.
            –No te preocupes, yo sé que eres una excelente enfermera. Pero quiero que seas honesta conmigo. No temas decir lo que piensas –le dije, pero ella se quedó callada.
            –Niña, lo que sientes es normal, a veces las circunstancias nos hacen percibir cosas que nos pueden incomodar,  pero entiende que es cuestión de química. No es porque le quiera quitar el romanticismo a la vida, pero las hormonas suelen hacernos experimentar cosas que realmente no aceptaríamos en otras circunstancias. Sólo quiero que sepas, que sea cual sea la razón de tu torpeza espontánea, quédate tranquila, que se quedará entre nosotros –le dije y ella pareció confortada.
            –No sabe lo que le agradezco sus palabras. Sin duda cada vez lo admiro más, no sólo como médico, sino como ser humano. No creo que otro hombre reaccionaría así, después de que notara que su enfermera se ha sentido atraída por su mujer –dijo y yo me quedé helado. Después la despedí.                                      

No leas esto

Mi nombre es intrascendente. He tenido tantos a lo largo de mi existencia, que la verdad ya no me acuerdo cómo fue que me llamaron por primera vez. Desde entonces he estado de aquí por allá, en tantos sitios distintos, que incluso algunos consideran que soy omnipresente. Pero lo cierto es que ni la mitad de las cosas que me atribuyen son de mi autoría, sino del “libre albedrío” de los humanos. En fin… “haz fama y échate a dormir”, como dicen por ahí.
            La vida nunca ha sido sencilla, pero ahora son tantas las personas y tantos los intereses, que ya no es suficiente sobrevivir, y se ha vuelto fundamental aplastar al otro, sin importar quién sea él o ella. La envidia, los celos, la ira, herramientas que cargan armas que no sólo lastiman, sino que también matan.
            La muerte, por otro lado, es justa. Arrasa con todo. A ella no le importa cuánto dinero traigas en la cartera o qué has hecho con tu vida; bien podrías haber sido un vago, un ladrón, o un deportista cuyo único vicio fue vivir intensamente. Tal vez ella es lo único en esta vida que es verdaderamente “parejo”. Por eso la he hecho mi aliada, mi compañera de trabajo, hasta que ya no haya más por hacer, o ella quiera llevarme consigo para siempre.
            No sé cuánto tiempo he estado rondando por estos oscuros rincones, estos confusos párrafos y estos viejos libros deshojados. Aunque últimamente he sido más un espectador de esta ridícula existencia; el ir y venir de esas olas de gente, que ignoran que yo sigo aquí, en espera del momento preciso para regresar a escena y robarme los aplausos, su sangre, su carne y su alma. Pero como señalé hace un momento, “ni la mitad de las cosas que me atribuyen son de mi autoría”.
            De hecho, últimamente he estado explorando nuevos horizontes. Si bien la rutina es más o menos la misma, la cosecha de almas ya no es tan gratificante como solía serlo. Antes buscaban mis servicios a cambio del verdadero amor, inconmensurables riquezas, poder, inmortalidad, juventud eterna, etcétera. Pero ahora no, con eso de que muchos ya no creen en la existencia del alma, ya la venden por cualquier cosa; el otro día incluso me llevé una a cambio de una paleta de limón. Claro está, al solicitante le supo mucho más la paleta que le dí, que a mí su insípida alma. Por eso ya no sólo las compro, de hecho prefiero robármelas. Soy sutil. Tampoco ando por ahí como un político en funciones, apañándome todo lo que se me ocurra. Yo sé respetar las reglas, por eso sólo le robo a aquellos que de todos modos terminarán en mis garras; mentirosos, descorteses, hipócritas, e incluso aquellos que no saben respetar una simple cláusula; como no subir los pies en los muebles, no escupir en las ventanas, no tirar basura en la vía pública, en fin.

Por ejemplo ahora mismo le he estado echando el ojo a una persona en especial. Sí…, a ti. Que no has dejado de leer este texto, a pesar de la advertencia. Por desgracia, para ti, ya es demasiado tarde, pero no te preocupes, sólo anotaré tu nombre en una lista, y cuando menos te lo esperes te realizaré una visita. Hasta entonces, sigue leyendo. Total, ya qué más da.           

Ruinas

De las ruinas nada…, bueno, quizás un poco de polvo, uno que otro bicho y una tonelada de nostalgia, que los sepulta, cada vez más cerca del olvido. Antes no ocurría nada que se escapara de su vista, control y capricho. Ahora están ciegos y mutilados; incapaces de elevarse sobre nuestras cabezas, impotentes ante su orgullo y arrogancia, como infantes que no se soportan ni con sus propias piernas.
            Más allá del cielo duerme el polvo y el gas cósmico que les arrebató el milagro divino, junto al yelmo de Atenea. El incandescente aro de Apolo se oculta tras las nubes negras, que disipan el fulminante rayo de Zeus, mientras la esencia de Afrodita se hunde en los abismos más profundos del Tártaro, presa cruel de su hedonismo. Poseidón agoniza en un mar de aceite y fuego, donde flota el cadáver de Urano y Gea, ante la mirada ciega de la Gorgona mutilada y el Coloso dormido.
            Ya no hay plegarias al viento, no corre la sangre ni el vino en honor a Ares y Dionisio. Sólo carne y huesos rotos, como si el mismísimo Cronos se hubiese vengado de todos, a través de sus hijos preferidos: “los humanos”. Quiénes ciegos y arrogantes, como aquellos que pisaron alguna vez el Olimpo, aún no nos hemos enterado de nada, y actuamos como los autómatas de Hefesto, bajo un mismo latido, una sola marcha, segundo a segundo, pisada tras pisada, hasta las puertas del Hades.

En pos de nada…, bueno, quizás un poco de polvo, uno que otro bicho y una tonelada de nostalgia que nos sepulta, cada vez más cerca del olvido.          

En la mira

La he estado observando desde hace varios días y pienso que es perfecta. Es una persona de rutinas constantes, que sale al amanecer y regresa a casa sólo un poco antes de que el sol se pinte de rojo y el cielo se torne pardo. No es una niña, pero tampoco luce como una mujer adulta, más bien es un estado intermedio, una mariposa que recién ha roto su capullo y abre sus alas por primera vez al mundo. Es una chica solitaria, o al menos yo jamás la he visto regresar acompañada, o salir con alguien los fines de semana. No parece tener muchos recursos, pero tampoco luce como alguien a quien le falte lo indispensable, además de que he notado que de vez en cuando se da sus pequeños lujos, como comer en la calle o decorar su cuello y orejas con algunos vistosos colgantes. Tampoco parece ser una mala persona, les sonríe a los vecinos, les pregunta cómo están, y hasta acaricia al perro de la entrada del edificio donde habita.
Es perfecta. Sólo es cuestión de esperar el momento para hacer mi aparición y que ella caiga en mi trampa. Pobre e inocente, no sabe que a partir de que me conozca su vida nunca volverá a ser la misma. Me volveré su dueño, su más grande tesoro y su prioridad. Lo he estado planeando desde hace algún tiempo y mi plan es a prueba de fallas. Ella ni siquiera tendrá una oportunidad; caerá en mi emboscada como un cordero que llega a su sacrificio, sin notarlo siquiera. Después de todo, mi raza se caracteriza por sus excelentes cazadores y ella es una presa perfecta.
Todo está listo; ya casi el cielo se pinta de negro y el viento sopla las caricias de la noche. Ya no ha de demorar demasiado. La espero entre las sombras, a sólo unos metros de la entrada de su apartamento. Y ahí está. No podía ser mejor, parece que antes de llegar pasó al súper y ha traído algunos víveres, entre ellos atún y leche.
La observo desde mi escondite, no pierdo detalle, cada movimiento que ella realice es crucial para que yo pueda dar mi siguiente paso. Hurga entre su bolsa, seguramente en búsqueda de sus llaves, despreocupada y tomando su tiempo.
Ahora es el momento. Nuestras miradas se cruzan. Discretamente coloca las bolsas en el piso y yo me acerco con sigilo, pero determinante. Ella no dice nada, sólo sonríe, tal como pensé que lo haría. Ya no hay marcha atrás, mi siguiente movimiento indicará si todo lo planeado ha valido la pena o sólo perdí mi tiempo con ella.
Entonces se agacha, me acaricia la cabeza y le respondo con el más dulce y melodioso de los ronroneos.

Ya tengo casa. La misión ha sido todo un éxito.                

Como un fantasma

Más allá de la niebla, dicen que hay una torre. Pero nunca nadie la ha visto. Hablan de un viejo campanario y de una propiedad salida de los cuentos de hadas, como una hermosa caja de madera tallada, que ha encerrado a un fantasma.
            Está rodeado de un plácido lago, que parece dormir bajo las sábanas de la bruma. Como un cristal que refleja la paz del cielo, como un perfecto disfraz que proyecta belleza para ocultar la verdad iracunda, de profunda oscuridad, perdición y miedo, entre lápidas de agua.
            Dicen que ahí construyó la muerte su morada, entre las sombras, entre el follaje, entre los muros. Todos cuentan historias, pero nadie habla de recuerdos, porque ninguno que haya ido a ese sitio ha regresado para narrar sus memorias. Sólo el viento viene y va, con cierto aroma a olvido, humedad y muerte.

            Más allá de la niebla te espero, entre estos muros de piedra, aguardando entre los rincones, en el fondo del lago, en la torre olvidada y el campanario, mezclado con la bruma, un trozo de mí en cada loza, en cada ventana, cada puerta, cada rama, como una sombra, como un fantasma.    

Entre andenes

Como es habitual a esta hora, el vagón está a reventar de personas que parecen estar desesperadas por llegar a su destino, encontrar un asiento vacío, o al menos un lugar donde completar su recorrido, sin morir aplastadas por la multitud, que arremete como olas contra las puertas. Ponen a prueba la ley del más fuerte y parece importarles muy poco si en su afán de ocupar un espacio en el vagón, golpean, apachurran o lastiman a quien sea. No estoy diciendo que sean malas, sólo afirmo que son “personas desesperadas”, en una ciudad tan caótica y desesperante, que no nos invita, sino nos “obliga” a manifestarnos de esa manera; olvidando que más allá de nuestra piel hay otros seres como nosotros; con sueños, ilusiones, pesadillas y objetivos; como encontrar un asiento vacío. Lo cual nos lleva al mismo problema; somos demasiados y buscamos lo mismo.
            ¿Cuántos de estos personajes, de los cuales ignoramos sus nombres, oficios e intereses, se despidieron de alguien esta mañana? ¿Cuántos esperan con aplomo, o quizás con ansias, que termine su jornada para regresar a casa? ¿Cuántos de ellos llegarán a su destino? Y ¿cuántos más volverán a su hogar, o como llamen al sitio donde se reencuentren con el sueño, una vez terminada su tarea? Tal vez nunca más volveremos a verlos. Pese a que es posible que coincidamos recurrentemente con varios de ellos cada día, quizás hasta que seamos nosotros los que ya no estemos. Tal vez entonces es que hubiésemos querido saber un poco más de ellos.
¿Por qué traerá esa chica los cabellos azules? ¿Cómo se llama aquel hombre que despreocupado mira su imagen en el cristal de la ventana? ¿En qué trabajará aquel sujeto de traje y corbata? ¿A qué hora despertará esa enfermera que parece una hoja a punto de caer al suelo? ¿Qué tanto pensará aquél sujeto de la boina que no deja de observar a los demás? En fin, tantas y tantas estupideces, que no lo parecen tanto al voltear a ver el futuro en las pupilas de los otros.
            ¿A cuántos les dolerá la cabeza, espalda o piernas? ¿Cuántos estarán deprimidos, tristes, cansados, solos, aburridos, o simplemente serán gruñones por naturaleza? ¿Cuántos tendrán alguna enfermedad grave, quizás sin que lo sepan? ¿Cuántos, aún gozando de una salud envidiable, más tarde se toparán con la muerte, al encontrarse en el camino de la persona, o incidente, que habrá de ponerle fin a su participación en esta absurda película?
Todos parecen estar esperando lo peor, o quizás sólo estamos hartos de tantos apretujones, aventones y prisas. Asfixiados entre humores y olores, sedientos de un lugar, ya no digamos un asiento vacío, en esta multitud sin nombre que, como es habitual a esta hora, parecen desesperadas por llegar a su destino, el que quizás no será el que imaginaron al despertar esta mañana.

No lo sé, tal vez sólo están ahí para atrapar mi atención, distraer mi camino, hacer menos pesada la espera de llegar a mi destino, y en pago por sus servicios sea yo quien los atrape a ellos; entre andenes y divagaciones al viento; vestidos de letras, párrafos y palabras.     

Harto

¿Saben? Ya empiezo a cansarme de todos ustedes. Sí, de ustedes. ¡Ya me tienen harto! Ya me cansé de que cuchicheen a mis espaldas, de que se burlen, de que se rían incluso en mi propia cara y luego finjan “demencia”, o sólo asienten con la cabeza, sin decoro alguno. Ya estuvo bien. Nunca más seré su “hazme reír”. ¡Ya me tienen harto! Se burlan de mi ropa, mi pelo, mis zapatos, mi voz. Critican mi maquillaje, la pintura de mis labios, mi cara, mis globos… ¡Hasta mi nariz les hace gracia! ¡Pues ya no! ¡Ya me cansé! ¡Estoy harto! ¡Ya no seré más su payaso!
❁❁❁
Y con ese discurso, damas y caballeros, “Tomatín: el payaso de la nariz de tomate”, se despidió de su público, entre ovaciones y vítores. Media hora antes de encerrarse en su camerino, y darse un balazo.


Como un estúpido sueño

A veces la vida me parece un sueño, no necesariamente de los lindos, sino de esos absurdos y locos sueños, en los que no se entiende nada, ni siquiera al final del mismo. La gente sin rostro, las calles sin nombre, las escaleras infinitas, los pasillos interminables, y los andenes, fríos y hostiles. Las luces que parpadean, las miradas que se pierden detrás de los cristales, o que se reflejan en las carátulas de sus relojes, las voces que cuchichean. El ambiente enrarecido, las prisas por llegar a ninguna parte, el cansancio en los hombros, el hartazgo, como en un estúpido sueño que no deja de repetirse cada noche, y que no llega a su fin, ni siquiera al sonar el despertador, ni al sentir sobre la piel la calidez de los rayos del sol, los cuales rara vez son cálidos, y los pocos destellos que logran atravesar esa pesada nata de contaminación que nos rodea, no hacen más que calcinar y enceguecer nuestra mirada. En fin, como un sueño, estúpido y angustiante.
            Una vez más estoy en el andén, rodeado de una multitud de personas sin sonrisa ni brillo en la mirada, que al igual que yo, esperan que llegue el convoy, atestado de gente, como cada noche, tan hartos de este estúpido sueño, como lo estoy yo. Neciamente, le hablo por el teléfono móvil a mi esposa, aunque sé que no responderá. Nunca lo hace. Al menos ya no, desde aquel incidente. Cierro los ojos, tomo un poco de aire y vuelvo a perder la mirada en el cristal del celular, y le escribo un mensaje: “Amor, ya voy para allá. Te amo”. Y apago el aparato. Sé muy bien que no me contestará.
Mientras tanto, la gente alrededor se aglomera como hormigas en su nido. Me asfixian. Me envenenan con su aliento, sudor, humor y presencia. Pero no hago nada más que guardar silencio. De reojo veo mi anillo de bodas y empuño la mano. Quisiera golpearlos a todos, alejarlos de mí, tal como mi esposa se alejó de todo, incluyéndome. Pero ya casi es hora. A lo lejos se escucha el tren, y ya se vislumbran sus luces en el túnel. Muy pronto estaré en casa. En cuestión de minutos terminará todo.

            Ahí está, el gigante subterráneo ya viene por nosotros. Desde que tengo memoria, lo he visto con desinterés, fatiga y hasta cierto odio, pero hoy no. Esta vez lo espero con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Y me dejo caer delante de él, sobre sus rieles, sólo así, como en un estúpido sueño, así como un día lo hiciera mi mujer.

Imprevisto

Damas y caballeros, agradecemos su preferencia y confianza por haber viajado por nuestra aerolínea. De igual modo, lamentamos profundamente que nunca más vuelvan a viajar con nosotros. Esperamos que el recorrido haya sido de su agrado y que comprendan que la montaña contra la que estamos a punto de estrellarnos no era parte del itinerario, ni la falla en los motores un servicio del vuelo. Reiteramos nuestro agradecimiento por haber volado con nosotros, la que hasta hace sólo unos minutos era la aerolínea más segura del mundo.
            No se preocupen por recoger todas sus pertenencias, ya que en cuestión de segundos todos volaremos en pedacitos, y lo que quede se verá reducido a un montón de cenizas, huesos rotos y láminas retorcidas. Muchas gracias.

            Ladys and gentlemen, we thank…

...se ha ido

De repente un día, sutil como una madrugada oscura tornándose en amanecer, te das cuenta de que la persona a tu lado se ha ido; emprendió un viaje sin retorno a un lugar al que tentativamente todos iremos algún día. Entonces recuerdas el último beso, la última caricia, el último abrazo, el último disgusto, la última bocanada de aliento que compartieron juntos, en fin, esos últimos momentos en los que “lo último” que te pasó por la cabeza fue que serían “los últimos”. 
            Hasta ese momento es que todo toma sentido, te detienes un segundo, consciente o no de que puede ser el último, y te das cuenta de que no nacemos para “cumplir” con una “tarea determinada”, o “alcanzar” un “objetivo fijo”, o “llegar” a un “destino” específico o espontáneo. Sino para vivir cada insignificante instante, el cual cada vez puede ser “el último”, sin mucha consciencia de ello, hasta que al final todo toma sentido.
            Cada latido, cada bocanada de aire, cada exhalación, cada imagen, cada sensación, cada sueño, cada melodía, cada letra leída, escrita o escuchada, cada susurro del viento, cada amanecer, cada ocaso, cada mordida, cada trago, cada vez que alguien dijo “te amo”, cada instante. Todos ellos insignificantes, pasajeros y efímeros. Hasta que se vuelven “los últimos”, hasta que de repente un día, te das cuenta de que la persona que viaja a tu lado…
…se ha ido.


Un típico sábado por la noche

Cuando Alejandro despertó esa mañana, lo más sorprendente que pensó que le ocurriría ese día, sería encontrar la cena servida y a sus hijos esperándolo en la mesa, sin reclamos ni quejas de su mujer o ellos. Él se asumía como un hombre responsable e incluso feliz, aunque se demorara un poco en reconocer esto último ante el espejo. Amaba a su esposa e hijos, pero a veces era insoportable aceptar que la vida no tuviera nada más que ofrecerle.
Trabajaba de ocho a ocho y de lunes a sábado, en una carnicería que surtía a puros restaurantes y mayoristas. Era bueno en lo que hacía, ya tenía más de doce años de experiencia y era capaz de efectuar los cortes más exigentes, con pulcritud y eficacia. Si bien el negocio no era suyo, su jefe; don Antonio, le tenía tanta confianza que no sólo le encomendaba la venta y los cortes, sino también las llaves y hasta el código de la caja fuerte. Alejandro era su mano derecha, aún así, él pensaba que no era suficiente, pero no alcanzaría nada más.
Aquel día era un típico sábado por la noche; habían tenido muy buena venta, y como cada mes, don Antonio se desocupó temprano y dejó en manos de Alejandro el resto del trabajo; guardar las ganancias en la caja de seguridad y cerrar el local antes de marcharse a casa.
Todo estaba listo, pero al poner el candado al cuarto de refrigeración, le pareció escuchar ruido, algo semejante a un gruñido, que emanaba del interior. Las posibilidades de que algún animal salvaje o un perro hubiesen ingresado eran muy remotas, pero ante la duda, decidió abrir la habitación para echar un vistazo, armado únicamente con una varilla de metal, que usaban para atrancar la puerta principal.
Adentro todo parecía estar en orden, salvo por unas pocas reses colgadas, que se balanceaban como si alguien las hubiese movido al pasar. Por lo que Alejandro siguió adelante, hasta que volvió a escuchar el mismo gruñido, ahora acompañado de una respiración profunda y agitada. Lo que provocó que se aferrara con fuerza a la varilla, y la pusiera en alto en tono amenazante.
Entre el frío de la nevera y el nerviosismo, Alejandro jamás había experimentado tanto miedo en su vida, hasta que lo vio; delante de él se erguía una enorme bestia cubierta de pelo, garras y hocico prominente. Su pelaje era gris y sus ojos tenían un brillo demasiado familiar, indiscutiblemente humano. Alejandro ya había visto esa mirada antes, cómo no, si había trabajado para él por más de doce años.
La varilla no sirvió de nada, ni los gritos de auxilio, o los intentos por escapar de la muerte helada que le esperaba entre las garras de la bestia, quien no demoró mucho en atajarlo y teñir de rojo su pelaje gris.
 Cuando Alejandro despertó esa mañana, lo más sorprendente que pensó que le ocurriría ese día, sería encontrar la cena servida y a sus hijos esperándolo en la mesa, sin reclamos ni quejas de su mujer o ellos. Lo cual ocurrió, pese a que él ya no pudo verlos.

Él jamás regresó a su casa, ni al trabajo el lunes siguiente a las ocho de la mañana, por lo que una semana después, don Antonio no tuvo más remedio que despedirlo por abandono de empleo. De cualquier forma ya no quedaba mucho de él, y sus pocos restos yacen procesados y confinados en un refrigerador, tal vez el del lugar donde fuiste a comer hoy. 

El gigante del teatro

Había una vez un gigante; un monstruo descomunal con múltiples brazos, piernas y rostros, que administraba un enorme teatro en el que montaba espectáculos grotescos, cuya única finalidad era aterrorizar a la gente, a cambio de oro, pan, tierras, carne y vino.
            Día tras día se presentaba un acto nuevo y el mismo; decapitados, ahorcados, torturados, desollados, en fin, secuencias repetidas en las que la única novedad era el nombre de los actores, que daban la vida en su debut y despedida.
            Nadie se atrevía a hablar mal del coloso, por temor a su voraz venganza, por lo que incluso algunos lo aclamaban en público, como su salvador indiscutible y sumo protector.
            El monstruo cada vez era más descomunal y su apetito crecía a la par que su ego, mientras en el teatro había más espectadores, que acudían sin falta cada tarde, por temor a irritar al gigante y terminar como uno más en su macabro espectáculo.
            Cada día la sangre bañaba las calles y el poder de la bestia crecía, como sus dimensiones, a tal grado que muchos llegaron a asegurar que ya era capaz de “tapar al sol con un dedo”. Hasta que una tarde en el teatro, en vez de miedo y zozobra, el gigante recibió risas, no sólo del público, sino incluso de aquellos que habrían de ser ejecutados.
            Las risas hicieron estremecer las butacas, los pasillos, las paredes y el telón, que terminó colapsando a los pies del monstruo, quien los veía incrédulo y encolerizado.
            –¡Nadie se ríe de mi! –señaló furioso, pero su grito palideció ante el estruendo de la risa de todos.
            Entonces ocurrió lo impensable; poco a poco el coloso fue perdiendo sus dimensiones, una a una se le cayeron las piernas y brazos, y hasta se le empezaron a borrar los rostros de su cara, hasta que sólo quedó un insignificante hombrecillo, que impotente y debilitado, lloró de rodillas hasta ser devorado por la misma tierra.
            A partir de entonces  ha habido muchos gigantes, y pese a que cada uno ha prometido ser diferente, terminan siendo lo mismo. Comienzan como hombres o mujeres sonrientes, pero poco a poco cambian sus dimensiones, les brotan brazos, piernas y rostros, hasta el día en que consideran necesario reabrir el teatro y sembrar el terror en los corazones de los que alguna vez confiaron en ellos. Incitando una vez más a que el ciclo se repita, y en vez de cosechar miedo y zozobra, broten de sus huertos risas de hombres y mujeres libres, hartos de dar la vida y recibir sólo muerte.

            Tal vez algún día dejen de brotar gigantes de estas tierras, y quizás ese día desmantelen por completo ese teatro de terror y engaños. Pero hasta entonces sólo resta soñar con un mundo de hombres y mujeres sonrientes, sin miedo del porvenir, libres y, sobre todas las cosas, iguales.

Buenas tardes

En alguna parte del mundo, en este preciso momento, un corazón se ha detenido.
Una pareja está haciendo el amor.
Un marido está seduciendo a una desconocida.
Una esposa mira el reloj con amor, otra con hastío, y una más con lágrimas en el rostro.
Una niña se está pintando por primera vez los labios.
Una persona se ha quedado dormida.
Un libro ha nacido.
Una canción suena en la radio.
Un anuncio pasa por televisión.
Un pequeño está dando los primeros pasos.
Un hombre tuvo su último tropezón.
Un virus se ha infiltrado en una computadora.
Una dama tuvo su primer orgasmo.
Una novia ha dicho que no, mientras otra ha dicho “te amo”.
Un automóvil aceleró su motor, en tanto que otro se impactó contra un muro.
Un joven va a buscar su primer empleo.
Un niño se niega a hacer su tarea.
Una niña sueña con ser un varón.
Un viejo se retira sin vítores ni aplausos, mientras a otro hasta le entregan una medalla de honor.
Una cana brotó en una joven melena, al tiempo que en otra cabeza, por fin sucumbió el último pelo negro, y en la mía duerme la boina que protege mi calva.
A mi izquierda dos muchachos fuman.
A mi derecha dos jovencitas se manifiestan su amor, hasta que se dan cuenta de que las miran.
Enfrente una mujer sujeta a su hijo, mientras el pequeño trata de alcanzar los hilos de agua que dan vida a la fuente.
Las palomas se acicalan, unas en el kiosco, otras entre las ramas de los árboles, que parecen jugar con el viento que apenas los mece.
Las ardillas corren entre los matorrales, llevando en sus hocicos cacahuates o morusas de pan, robadas a las palomas.
La gente transita.
El humo del tabaco me golpea.
Avanza el reloj.
Revientan contra el suelo las pompas de jabón de un pequeño.

Mientras tanto yo, desangro la tinta de mi bolígrafo, trazando jeroglíficos indescifrables sobre la delicada superficie de mi libreta, al tiempo que las voces, risas, pasos, alas, gotas y campanadas de Catedral, me regalan las “buenas tardes”, mientras el sol me pide que cierre mi cuaderno y disfrute de su cielo, sin letras, sin puntos, ni comas.     

El camino

Recuerdo que la primera vez que me subí a un autobús podía sentir el camino en las plantas de los pies, por no hablar de mi trasero y espalda. Ahora ya no, más bien parecen volar sobre la carretera. Hoy en día, si el viaje va a durar más de dos horas, nos proyectan una película, nos ponen música, en fin, con el objeto de hacer más llevadero el camino. Antes la pantalla era la ventanilla y su película era el incansable transcurrir del tiempo, retratado en el follaje alborotado de los árboles ante la caricia del viento.
            En un inicio el camino ya era parte de la jornada, pero ahora parece que es sólo una contingencia y el verdadero “viaje” inicia hasta que alcanzamos nuestro “destino”. La mayoría no hace más que pensar en lo que harán al llegar; los compromisos pendientes, los lugares por conocer, las cosas por ordenar, en fin, como si el trayecto hacia “ese lugar” se quedara entre paréntesis, casi como si no hubiese ocurrido.
            Al menos que pase algo “inesperado”; un mareo, nauseas, una avería en la unidad, un bloqueo, o un accidente, el cual no necesariamente tendría que ocurrirnos a nosotros, sino a los “otros”, con los que compartimos el camino. Tal como está ocurriendo en este momento, que el tránsito se vuelve más lento a causa de un camión que se quedó sin frenos y terminó estrellándose contra el muro de contención, con consecuencias mortales. En este momento todo se transforma, sin importar qué era lo que estuviéramos haciendo, un impulso mucho más fuerte que nosotros mismos nos invita a asomarnos por la ventana, desviar la mirada de la película o del móvil, en pos de saciar cierta necesidad morbosa de meternos donde no nos llaman y en lo que no nos importa.
            Algunos tal vez lo harán con un genuino interés altruista, un sentido humanitario de hacer propia la desgracia del otro. Pero la mayoría sólo lo hace “por mirar”, tal vez a manera de exorcismo, expulsando al demonio de la muerte, mientras una vocecita en sus conciencias pareciera decir: “mejor a ellos que a mí, porque ése de allá, bien podría haber sido yo”.
            El silencio se confunde con los murmullos que tal vez sólo pueden imaginar y estremecerse con los gritos y crujidos del metal, que sólo lograron escuchar los que sufrieron en carne propia aquel incidente.

Quizás por un segundo pensamos en aquellos que no volverán a casa y detuvieron de golpe su reloj, en un instante perdido entre “paréntesis”.
            Entonces el viaje sigue, como aquella película que casi ya nadie mira. El camino vuelve a tomar relevancia; cada curva, cada recta, cada detalle de la carretera, cada vehículo de atrás, de un lado o de adelante, y cada latido. Porque por ese minúsculo instante, pareciera que la desgracia de los “otros”, fuera el gatillo que nos hiciera valorar nuestra silente y menospreciada fortuna.

            Tal vez el destino quiso que estas personas aprendieran esta valiosa lección, de una forma u otra. Lo cual me parece una ironía, ya que de haber sospechado que esto podría ocurrir, no hubiera cargado mi maleta con tantos explosivos, ni los hubiese conectado a un detonador automático que se accionará en menos de quince minutos. Lo cual también es una lástima, porque en está ocasión sí estaban proyectando una buena película.  

Al otro lado

La sanidad mental es un engaño; un baile de máscaras, una puesta de escena en la que todos aparentamos ser lo que los demás esperan que seamos, reteniendo en cautiverio nuestra propia naturaleza; los apetitos salvajes, la locura, la sed de sangre, la bestia.
            Pero en privado somos como niños, dejamos aflorar nuestros gritos, risas, llantos, gases y demonios. Tocamos lo que se nos había prohibido. Decimos lo que solemos callarnos. Dejamos que nuestros pensamientos se vistan de voz y cuerpo, como criaturas salvajes, conscientes de que no habrá más testigo que la mirada que nos devuelve la sonrisa al otro lado del espejo.
            Luego retomamos la máscara, la careta social oculta la mueca demoníaca, la ropa y el calzado cubren nuestras pezuñas, garras y pelaje, mientras tapamos con peinados o sombreros nuestros cuernos de Sátiro.

Hasta el día en que se oculte el sol en nuestro pecho y brille la luna en nuestras pupilas. Nos broten los colmillos, cachos, garras y alas, perdamos la marcha y compás del concierto social y nos volvamos dioses. O tal vez sólo reconozcamos al Dios que desde siempre ha habitado en nosotros, pero se ha limitado a sonreírnos como un demonio, al otro lado del vidrio. 

El pollo diablo

Hace algunos años en la granja nació un pollo, rubio como el oro, que bajo la luz del día brillaba tanto como el sol. Estaba tan orgulloso de sí mismo, que se sentía por encima de los otros pollos, incluso desde que era un simple huevo. Se llamaba Quike-Rikí, y era el menor de doce hermanos, todos nacidos en la misma semana.
            Era tanta su arrogancia, que cada vez que podía se jactaba de ser el mejor pollo del mundo. Hasta que uno de sus hermanos, Riko- Rikí, que era el pollo más rico de la región, lo retó:
            –Si es verdad que eres el mejor pollo de todos, te desafío a que acumules más fortuna que yo en una semana. De conseguirlo, no sólo reconoceré que eres el mejor de los pollos, sino que además renunciaré a mi fortuna y te la donaré, sin queja ni peros. ¿Qué dices?
            Quike lo dudó un segundo, pero era tan soberbio y ensimismado, que no vio mejor oportunidad para demostrarles a todos que era verdad lo que decía. Por lo que aceptó.
            Todo marchó muy bien los primeros días, Quike parecía haber nacido para hacer negocios y, si la apuesta no fuera de sólo una semana, seguramente superaría la fortuna de Riko en unos cuantos meses. Pero el tiempo pactado era demasiado corto, por lo que a sólo un día de concluir el plazo, Quike se dio cuenta de que no alcanzaría su objetivo, al menos que obtuviera algo de ayuda extra.
            Desesperado, Quike invocó incluso el auxilio de fuerzas que iban más allá de su comprensión, hasta que de repente se presentó ante él el mismísimo Diablo pollo, quien con un ademán de su ala derecha le preguntó: “¿Es verdad que quieres ser el pollo más rico del mundo?”
            Quike no supo qué decir, pero al final afirmó con la cabeza.
            El Diablo pollo alzó su pico, dio un par de vueltas en el piso, alzó las alas al cielo y dijo: “Listo, ya está hecho”.
            –¿Entonces Quike ganó la apuesta, abuelo? –me pregunta el más pequeño de mis nietos, aún con vestigios de su cascarón en la cabeza.
            –No precisamente  –le respondo dubitativo.
            –No entiendo. ¿Al final el Diablo pollo no lo volvió el pollo más rico del mundo? –pregunta ahora el mayor de mis pequeños.
            –Pues…, sí, digamos –vuelvo a responder, no precisamente seguro.
            –¿Entonces? ¿Lo volvió el pollo más rico, sí o no?
            –Pues hay veces en las que es mejor ser pacientes y modestos, o al menos ser claros en nuestras peticiones. Ya ven lo que dicen sus mayores: “más valdría que al pollo no se le conceda todo lo que desea.

El Diablo pollo cumplió con su promesa, lo volvió el pollo más rico de todos, es más, lo volvió riquísimo. Y después se lo comió.  

El último

Para ser honesto, siempre me llamó la atención participar en uno de esos concursos de la televisión. Pero no cualquiera, yo quería involucrarme en uno que me pusiera al límite, que retara al máximo mis capacidades. Por lo que tan pronto me enteré de que había uno en el que el objetivo era permanecer el mayor tiempo posible en una selva tropical, no dudé ni un segundo y me inscribí.
No le dije a nadie, ya había tomado la decisión y sabía que ni mi esposa ni el resto de mis familiares estarían de acuerdo en que expusiera de esa manera mi integridad. Ellos no entendían, nunca quisieron entender que a mí no me era suficiente levantarme todos los días a las seis de la mañana, desayunar lo de siempre y enfrentarme a la urbe, que invariablemente me recibía con su cara de “vete al diablo”, para llegar a un trabajo rutinario, que me pagaba una miseria, lo cual era demasiado para compensar la tediosa tarea de acomodar los libros en sus estantes y etiquetar los nuevos ejemplares. Algunos lo disfrutaban, lo hacían con amor, incluso había quienes aprovechaban el tiempo y leían, cómo no hacerlo, teniendo a su disposición toda la colección de la biblioteca estatal. Pero yo no. Yo no quería leer lo que los demás habían hecho, es más, ni siquiera me era suficiente inventarme mis propias aventuras. No, nada de eso, yo tenía que vivirlas en carne propia; sentir el viento en mi pelo, el frío en la piel, la humedad en mi ropa, el miedo en mis entrañas y el fuego en mi pecho.
Tal vez en el fondo pensaba que la gente del canal jamás me escogería. Vamos, ¿a quién trataba de engañar? Sólo era un “archivista”. Por lo que el día que recibí la confirmación de mi participación en el programa, el más sorprendido fui yo.
Mi esposa y demás familiares, sin excepción, actuaron como lo esperaba, me tacharon de loco, imprudente y egoísta. Pero no me importó. Yo tenía cuarenta años, ya había vivido la vida como ellos esperaban, por lo que ya era hora de empezar a “vivir” de verdad, elegir equivocarme, y seguir adelante con las consecuencias de mis actos. Por lo que acudí a la cita con la televisora, firmé los papeles correspondientes, en los que aceptaba los riesgos, deslindando de toda responsabilidad al canal, productores y demás involucrados, si algo no planeado llegaba a pasar.
Al día siguiente me volvieron a citar en la televisora, para presentarme al resto de concursantes, y una semana más tarde, después de una intensiva revisión médica, salimos en pos de la aventura.
Éramos doce concursantes, casi todos hombres, salvo por dos mujeres que de espaldas no parecían serlo. Sin duda yo era el eslabón más débil, y ellos lo sabían. No decían nada, pero cada vez que intercambiábamos miradas, se reían, más de mí que conmigo.
A cada uno nos dejaron en una locación diferente; con una navaja suiza, una bolsa con una lona, para construir nuestro campamento inicial, una caja de cerillos, con sólo tres fósforos, un teléfono satelital, el cual sólo podíamos emplear para darnos por vencidos o en caso de emergencia (lo cual venía siendo lo mismo), y una cámara de video a prueba de agua, con baterías solares y varias unidades de memoria (tal vez lo más pesado de la maleta), para que cada vez que lo consideráramos pertinente grabáramos nuestros avances, desafíos más fuertes y reflexiones ante la soledad y el constante peligro.
A través del teléfono nos informaban la cantidad de días transcurridos y si alguien había abandonado el juego. Lo cual ocurrió a los tres días, cuando ante mi sorpresa dos concursantes renunciaron, por lo que al menos sabía que yo no sería el primero en irme de ese lugar. Mi primer reto lo había superado.
Con forme fueron pasando los días, las inclemencias del tiempo y la soledad fueron minando mi espíritu de competencia, pero con solo recordar lo que me esperaba en casa; una mujer enojada, el tráfico, las multitudes, en fin, todo, mis ganas de no volver fueron mucho más grandes que mis deseos de darme por vencido.
A los veintiún días sólo quedábamos tres concursantes; un explorador experimentado, una guardabosques y yo. Mi ropa estaba hecha jirones, mi barba parecía estropajo viejo y olía peor que estación del metro a las cinco de la tarde. Ya no podía más y estuve a punto de avisar mi retirada, cuando los otros dos concursantes se me adelantaron, primero la guardabosques y luego el explorador; yo había ganado. Toda una lluvia de emociones bañó mi cuerpo. Me había puesto al límite y fui más allá de lo esperado. Ya podía imaginar el rostro de mi esposa, su orgullo en los ojos, y el de todos los demás.
Estaba absorto en mis pensamientos, cuando recibí la llamada que confirmaba mi triunfo. Entonces se me indicó a dónde dirigirme, para que el equipo pasara por mí y me llevara de regreso a casa, con un cheque de varios ceros bajo el brazo, y la satisfacción de haber llegado más lejos que el resto.
Camino al lugar acordado, me sorprendió una tormenta eléctrica, la más fuerte que jamás hubiese vivido. Recuerdo que pensé que si ésta hubiese caído el primer día de nuestra aventura, quizás sí hubiera sido el primero en rendirme. Pero eso ya había terminado. Estaba cansado y pedí ayuda a la producción para que fueran a mi encuentro, pero no respondieron mi llamada, por lo que seguí adelante, con la poca energía que me quedaba. Hasta que al fin llegué al lugar acordado.
Para mi sorpresa, ahí no había nadie, sólo un vehículo todo terreno, una maleta y un mapa. En ese momento pensé que eso significaba que el juego aún no había terminado. Lo cual, admito, me emocionó muy poco. Harto, me subí al automóvil, y seguí adelante, hasta reencontrarme con la civilización. Jamás pensé que añoraría verme rodeado de gente.
Conduje por horas, hasta que llegué a una vieja carretera. Ese trozo de urbanización me devolvió el alma al cuerpo, y seguí mi camino, según las indicaciones del mapa y los pocos avisos vehiculares. Fue hasta que llegué a la ciudad que me di cuenta de que algo no estaba bien. La carretera estaba vacía, ni una sola alma se podía ver u oír, los autos estaban detenidos, los edificios lucían vacíos y las calles abandonadas. Estaba solo.
Seguí manejando, con dirección a mi casa, pero el escenario fue el mismo durante todo mi recorrido, y no cambió en nada al llegar a mi barrio. La noche me sorprendió detrás del volante y la oscuridad me abrió sus brazos, dejándome sin más luz que los faroles del vehículo, que parecían crear el camino a su paso. Hasta que llegué a mi hogar. La puerta estaba abierta, la llave del agua goteando, la comida quemada en la estufa, ya sin flama porque el gas se había agotado, quién sabe hace cuánto. Estaba solo, sin rastro de mi mujer, sin línea telefónica o Internet. Y sigo así, como un fantasma que deambula sin parar, sobre la calle mojada y el frío penetrando hasta mis huesos, como si el mundo quisiera dejarme bien claro que sigo vivo, en cuanto al resto…, no lo sé, tal vez aún espero que un día el teléfono satelital responda mi llamada y me haga saber que no soy el único.

Mientras tanto, no sé si por inercia o necedad, no hay día que no prenda al menos en un momento la cámara, para dejar testimonio de mi experiencia y soledad, quizás en espera de que algún día alguien la encuentre y las vea. ¿Quién sabe? Igual y el juego aún no ha terminado.