jueves, 25 de junio de 2015

La Kitty

Gonzalo era un compañero de la oficina algo reservado y misterioso, que siempre cargaba consigo una pequeña maletita con la imagen de “Hello Kitty”. Él era un hombre alto, fornido, de mirada tosca y manos ásperas, por lo que ver a semejante gorila con una bolsa tan pintoresca, causaba extrañeza, dudas y cuchicheos entre los demás compañeros. Quienes a pesar de sus inquietudes, no se atrevían a preguntarle nada.
            Yo no tenía mucho tiempo entre ellos, pero siempre me hicieron sentir bienvenida, incluso él, por lo que me armé de valor y le pregunté el motivo de su maletita.
            Gonzalo se me quedó viendo, se hizo un silencio general en la oficina, y respondió:
            –Esta maleta le perteneció a mi hermana. Su primer día de escuela ella me hizo prometerle que se la cuidaría hasta su regreso, pero eso jamás ocurrió, ya que el transporte escolar en el que viajaba se estrelló contra una camioneta y todos murieron –respondió y yo estaba más apenada que nunca. Me sentí como una tonta por haber hecho semejante pregunta y haber removido esos recuerdos en un hombre como él. Me disculpé, le dí un abrazo y me fui, con la cabeza baja.
            Pero la pena no fue sólo mía, ya que toda la oficina se vio en silencio y con la mirada al piso, hasta que terminó nuestra jornada laboral.
            Ya casi todos se habían marchado, salvo Gonzalo y yo, quien seguía pegado al monitor de la computadora afinando las gráficas que nos habían encargado. Por lo que aún congojada, me le acerqué para pedirle que me disculpara nuevamente, pero para mi sorpresa, él me sonrío y me pidió que me acercara un poco más a su escritorio.
            –No te disculpes niña, todo esta bien. De hecho yo soy quien te debe a ti una disculpa, porque la verdad es que te mentí.
            –¿Qué? ¿De qué estás hablando?
            –La verdad es que yo nunca he tenido ninguna hermana, y esta mochila la compre hace unos cinco años en una tienda del centro.
            –Pero ¿por qué? ¿Cómo pudiste inventar algo tan desagradable?

            –Entiéndeme. Te pido perdón, si te hice sentir mal. Lo digo de verdad, pero es que no se me ocurrió otra cosa. ¿Sabes? Sé que la mayoría me ve con recelo y hasta miedo. Por lo que tengo una imagen que cuidar en esta oficina, y no podía admitir delante de todos ellos que siempre he sido fan de “la Kitty”. 

Muerte y frío

Más allá de la niebla sólo vagan la peste y el frío. Sin una razón aparente, la muerte dejó de ser el apacible silencio y los muertos se rehúsan a permanecer de esa manera. Se han levantado de sus lechos, tumbas y mausoleos, tal vez sólo por esta noche o a lo mejor para siempre. No lo sé y no lo entiendo. Únicamente escucho sus lamentos colina abajo, sus pasos chocando contra las piedras, y percibo su pestilente y nauseabundo aroma.
            Ya alguna vez escuché que esto pasaría, decían que era anuncio del final de los tiempos o el inicio del día del Juicio. No lo sé. Seguramente me quedé dormido el día en que el sacerdote tocó el tema en los sermones del domingo. Pero sin importar el referente, jamás pensé ser testigo de algo semejante.
            Los escucho cada vez más cerca. Es cuestión de tiempo antes de que lleguen hasta mí. El castillo en el que habito ha sobrevivido casi tres guerras mundiales, innumerables rebeliones, las inclemencias del tiempo, en fin, casi dos siglos de desafíos. Pero no sé cuánto pueda soportar un ataque de esta naturaleza. Se percibe en el ambiente, deben ser cientos, si no es que miles, tal vez todo el pueblo.
Gemidos, gritos y silencio. Y una incansable marcha colina arriba, como si vinieran a buscarme, como si sólo faltara yo para completar su lista, y tuvieran todo preparado para reclutarme en su hediondo ejército de muertos vivientes. 

Tal vez para mañana ya no quede nada, sólo quedarán las ruinas de mi hogar sobresaliendo de la niebla, colina abajo los viejos árboles marchitos, y más allá de todo esto, vagará la muerte y el frío.   

El gafete

La foto de mi gafete es, sin lugar a dudas, la identificación más feliz que haya tenido en la vida. Por lo que desentona por completo con el rostro con el que día a día salgo de la casa, y con la cara de hastío y cansancio con el que diariamente deambulo por el metro con dirección al trabajo.
            Si comparamos la foto de mi gafete con la credencial para votar, el permiso para conducir, y el carnet de salud, pareciera que todas ellas están asistiendo al velorio de la primera, quien descansa sonriente y apaciblemente en su cama de plumas, mientras el resto refunfuñan, hacen muecas o lloran. En definitiva, es la identificación más feliz que vive en mi cartera. 
Incluso, aunque quizás exagere, sea el gafete más alegre de toda la compañía, ya que salgo incluso más sonriente que el mismo jefe. Recuerdo que cuando me la tomaron me pidieron que sonriera, que pensara en el orgullo que significaba ser parte de una compañía tan grande e importante, tanto nacional como internacionalmente. Me sugirieron que pensara en mi futuro en la empresa, mi propio desarrollo profesional, las posibilidades de ir escalando cada vez más grados hasta alcanzar, si es que lo ameritaba, un puesto en la junta directiva. En fin, un sin número de aspectos que, por su puesto, yo no tomé en cuenta.

Por lo que al momento en que el fotógrafo disparó del obturador de la cámara, yo recordé la sonrisa de mi esposa el día que aceptó ser mi novia, nuestro primer día cerca del mar, la primera noche en que nos entregamos por completo, la tarde en la que me dijo que sería padre, la madrugada en la que mi pequeña le regaló su primer llanto al mundo, y la mañana en la que mi princesa me dijo por primera vez: “papá”. Entonces me sorprendió el flash y quedó retratada para siempre esta sonrisa de idiota, que cada vez que la veo me hace divagar como un niño y viajar en el tiempo, hasta todos esos momentos, y al menos por un par de minutos, me parezca un poco al de la foto, y sea mi rostro y no el gafete, quien le regale una sonrisa a la vida.        

El fantasma acomedido

No todas las historias de fantasmas comienzan de la misma manera, pero irremediablemente, paso a paso todas nos van llevando al mismo desenlace; un hecho desagradable, temible u horroroso. Todas, salvo esta.
Resulta que por varios años habité una casa, en la cual se decía deambulaba un fantasma, motivo por el cual nadie quería habitarla. Por lo que los dueños se vieron obligados a rentarla a un precio demasiado módico, tanto que resultó irresistible para mi bolsillo, al grado que no me importó el fantasma y menos de una semana ya estaba instalada. No niego que tuve miedo, pero en ese momento lo que menos tenía era dinero.
La primera noche fue tranquila, sólo el ruido del viento que jugaba con las ramas, el rechinar de la tubería, el golpeteo de las gotas de lluvia contra las ventanas, en fin, ruidos propios de una vieja casa. Cené y, de lo cansada que estaba, dejé los trastes sucios y me fui a dormir. Pensé que mañana tendría tiempo para limpiar, y terminar de desempacar y ordenar las cosas.
Sin embargo al despertar, me encontré con la novedad de que los platos estaban limpios y en su lugar, pero no sólo eso, las cajas estaban vacías y acomodadas, la ropa yacía en los armarios, los libros en los estantes, ordenados alfabéticamente y por género, sólo había quedado uno, abierto en el escritorio, como si alguien lo hubiese tenido que dejar ahí apresuradamente.
Lo primero que pensé fue que había entrado alguien a la casa, pero ¿quién entra a un lugar, lo ordena, limpia todo y luego se va, sin robarse nada? “Mi mamá”, pensé, pero ella se encontraba a más de doscientos kilómetros de distancia. Sólo el tiempo fue disipando las dudas, regalándome una respuesta que la verdad no esperaba: “había sido el fantasma”.
Sin importar el desorden en que dejara las cosas un día anterior, a la mañana siguiente todo estaba ordenado, limpio, en su sitio, y con el libro abierto, cada vez diez páginas adelante.
Lo único que nunca estaba en su lugar era el libro, por lo que supongo que el fantasma lo leía después de sus quehaceres domésticos. Sin duda era un fantasma muy acomedido.
Así fueron pasando los días, mejoró mi situación laboral, empecé a ganar más dinero y como mi casa lucía impecable, hasta me sobraba tiempo para mí misma.
Todo siguió así, hasta que una mañana encontré el libro cerrado, como señal de que el fantasma ya lo había terminado de leer. En ese momento, no supe por qué, pero tuve unas ganas incontrolables de acudir a la librería más cercana y comprar otro del mismo autor, y lo dejé en el escritorio con una nota: “para ti”.
El día transcurrió con normalidad, regresé del trabajo y encontré el libro abierto, diez páginas adelantado, y en el reverso de la nota decía: “gracias”.
            La letra era temblorosa, esa experiencia en cualquier otro momento me hubiese puesto la piel de gallina, pero me sentí confortada. Jamás le había visto el rostro, no sabía si era “él” o “ella”, ignoraba si antes de morir quizás fue un sirviente o una doncella, pero la casa siempre estaba impecable, y no parecía que lo hiciera de mala gana, todo lo contrario, incluso tuve la intuición de que el fantasma, lo hacía como agradecimiento por dejarlo vivir, o lo que fuese que hiciera, conmigo.
Tenía ganas de conocerle, conversar un poco, no sé. Contrariamente a todo lo que se dice de los fantasmas, éste era uno bastante conveniente, porque hasta conocerlo, todos los lugares que alguna vez habité siempre fueron un verdadero desorden. Por lo que tan pronto terminó de leer el nuevo libro, le regalé otro, con una nota en la que le expresaba mi deseo de conocerle.
Como aquella primera vez, al amanecer obtuve mi respuesta en la misma nota, la cual decía: “Nos vemos a la media noche en el estudio”.
Yo estaba emocionada, no podía pensar en otra cosa, me alisté para ir al trabajo, sin importarme el desorden que dejara tras de mí, total, sabía que todo lo encontraría impecable a mi regreso. Ése fue quizás mi peor error, o el mejor de mis aciertos, porque sin darme cuenta me enredé con el cable de la secadora de pelo, trastabille y caí por las escaleras, encontrándome con la muerte.
Los dueños hallaron mi cadáver una semana después. Y convencidos de que me había matado el fantasma, ni siquiera volvieron a intentar poner nuevamente la casa en renta, dejando todas mis cosas en su interior.

Desde entonces vivo con el fantasma, bueno, aunque “vivir” es sólo un decir; él resultó ser un apuesto caballero, que en su otra vida fue un obsesivo compulsivo, amante del orden y un ávido lector. Por lo que las cosas siguen más o menos iguales, porque a pesar de estar muerta yo sigo siendo un desastre ambulante, lo cual lo mantiene entretenido. Incluso ya descubrí la manera de llegar a la librería, cada vez que se publica algo nuevo de su escritor favorito. De tal suerte que ahora hasta se rumora que hay un fantasma en la librería del barrio, pero bueno, así son las historias de fantasmas ¿no?      

Paladar delicado

La vida me ha enseñado muchas cosas, de las cuales, la mayoría jamás he empleado en mi día a día. Hasta la fecha nunca he tenido que sacar la raíz cuadrada de “algo” cada vez que salgo a la calle, ni me ha hecho falta saber cuál es la capital de Bulgaria cada vez que abordo el autobús, de igual modo, no se ha desmoronado el mundo si en algún escrito no he colocado los puntos sobre las “íes”. Pero sin duda hay datos que tal vez en su momento no me parecieron tan relevantes, pero que poco a poco se han vuelto fundamentales para mi vida cotidiana; como elegir la comida de acuerdo al aspecto de la mercancía disponible.
            Sé que un mango demasiado verde es ácido, o uno demasiado amarillo es muy dulce. Un jitomate aguado no dura mucho tiempo, y uno demasiado duro tal vez se descomponga antes de madurar del todo. En fin, una gran cantidad de simplezas que han hecho más fácil mi vida.
            Con base en la observación del comportamiento de otros animales, sobre todo de mi gato, llegué a una conclusión que ha cambiado por completo el sabor de mis alimentos: “no hay mejor aderezo que la adrenalina”. Si una presa muere placidamente, su sabor es tenue, casi nulo. En cambio, si antes de propinarle el golpe final, la víctima es perseguida, capturada, liberada, y vuelta a atrapar, en el clásico juego del “gato y el ratón”, el sabor se magnifica.
            Pero en definitiva, reconocer el sabor de la carne, sólo por su aspecto, es algo que ha afinado por completo mi exigente paladar. Antes pensaba que todo sabía igual, pero descubrí que el muslo de un ave, con grandes depósitos de grasa y fibra muscular, tiene un sabor más concentrado que el de la insípida pechuga, y así fui descubriendo sabores y los fui relacionando poco a poco con su aspecto y procedencia.
Por ejemplo; aquella mujer de cuello largo, nariz aguileña y ojos grandes, indudablemente ha de saber a pavo. O aquel hombre de allá, que lee el periódico con toda calma, de brazos y manos anchas, mirada profunda y rostro seco, sin duda ha de saber a res. O aquél de más allá, que observa su jardín, con rostro bonachón, orejas largas, boca grande y labios semiabiertos sin duda ha de saber a cerdo. Aquella joven atlética que va de aquí para allá en marcha constante, tal vez originalmente tendría sabor a pollo, pero con base en determinación y constancia, ha alcanzado el fino sabor del venado. En fin, predicciones que me han permitido elegir siempre lo mejor, en los momentos más desesperados.

              Bueno, pero eso es sólo un poco de lo que he aprendido en los últimos años, ya más tarde te contaré mi experiencia como peletero, y cómo elegir las mejores pieles para cada cosa. Pero hablar de tanta comida me ha abierto el apetito, por lo que me perdonarás, pero me retiro, tengo una presa que cazar. Esta mañana amanecí con antojo de algo dulce, y por eso te atrapé a ti, pero no puedo dejar pasar la oportunidad de volver a comer carne de venado. Mas no te preocupes, ya tendré hambre más tarde, o quizás sólo regrese por tu piel, resulta que siempre quise una chamarra con lunares como los tuyos.  

Especial

Mi hija es especial, pero no lo digo como la mayoría de los padres se expresan de sus hijas, ya que la mía lo es de “verdad”.
            Cuando mira no sólo observa, más bien “atrapa” con la mirada, y me regala tanta belleza, que a veces no sé si soy yo quien le enseña a ella, o es mi pequeña mi mejor maestra.
            Me abraza sin pretextos ni engaños, ya que no hace falta nada de esto para manifestar su amor o cariño. No mimetiza sus emociones, es trasparente y tan llena de calidez que no dudaría en afirmar que entre sus brazos descansa la fogata que da fuego a mi hogar.
            No es muy buena hablando, pero con sólo una mirada ya sé qué siente, qué piensa, qué quiere, qué sueña. Y su amor es tan abundante que se desborda como mares, que encuentran sus costas en el regazo de su madre y padre.

            Mi hija es especial; por ser “mi niña”, “mi ángel”, “mi maestra”, “mi faro”, “mi estrella”, y no sólo por tener un cromosoma extra.    

El coronel gallo

Hablando de bigotes, nunca se había visto uno más largo y tupido que el del coronel Gallo; tres pelos que, para alguien de su especie, era toda una jungla capilar, lo que lo volvió el gallo más varonil de toda la granja.
            Su carácter era indómito e implacable como el tiempo, forjado en años de disciplina militar, que lo convirtió en el coronel más respetado de todo el gallinero.
            Gallardo como ningún gallo, fuerte y valiente, al grado que hasta los canes del granjero se le cuadraban al verle aparecer por los campos.
            Incluso algunos aseguraban que hasta el mismo sol lo miraba con respeto, al grado que el astro rey esperaba verlo en la cerca mayor, en espera de su canto, para decidirse a alumbrar al mundo. De tal suerte que en una ocasión, que el coronel Gallo regresó más tarde de lo esperado, el sol salió hasta el medio día.
            Pero lo que más sorprendió a todos, incluso a los más allegados al coronel, fue la vez que un coyote malvado, viejo acechador de la granja, le impuso una serie de retos, a cambio de dejar en paz al gallinero. En total tres desafíos.
            El primero fue robarle un rayo al cielo. Lo cual consiguió después de dar un fuerte cacareo, tan fuerte que se estremeció la tierra, se detuvo el tiempo por un segundo, y un relámpago cayó, a sólo unos metros del coronel Gallo.
            El segundo desafío fue captar la esencia del silencio. Lo cual consiguió con otro cacareo, aún más fuerte que el primero, que hizo cimbrar la tierra, detuvo el tiempo por dos segundos, y dejó a todos en silencio, por más de una hora.
            El tercer desafío no fue un reto imponente como los primeros dos, pero sin duda era uno imposible para cualquier gallo, ya que consistía en “poner un huevo”. Eso dejó tenso a todos, incluso a los perros que veían todo lo ocurrido, guarecidos entre las pacas de pastura. Entonces el coronel respiró profundamente, miró directo a los ojos del coyote, y cacareó aún más fuerte que las veces anteriores, cimbrando el doble los campos, deteniendo el tiempo hasta por tres segundos y al final... “puso un huevo”.
            Todos quedaron boquiabiertos, hasta el propio coyote malvado, quién no tuvo otra opción más que respetar el resultado de sus desafíos y dejó de molestar al gallinero por siempre. Incluso, hasta el día de hoy, ningún coyote se ha atrevido a merodear por la granja, y el coronel se convirtió en leyenda.

            Lo que nadie sabía, y los que lo sospechaban callaron, fue admitir que el tercer desafío siempre fue el más fácil de todos, porque en el fondo, el gallardo, varonil e indómito coronel Gallo, siempre fue una gallina.

El álbum

Tengo un álbum en blanco, destinado para ti. Cien páginas que aguardan atesorar tu memoria. Congelando un instante el tiempo y dándole vida eterna al recuerdo. Como una chispa en espera de la pólvora que avivará la nostalgia y traerá el ayer al mañana.

Una página por cada año que cumplas. Para que los recuerdes todos. Para no perderme ninguno.

Temeroso quizás, de que tal vez no llegues a ocuparlas todas, pero así es esto, nadie tiene la vida comprada. Mas soy consciente de que al final no seré yo quien coloque la última foto, cuando cierres los ojos y ya no haya en el mundo ninguna otra razón por la cual despertar cada mañana.

jueves, 4 de junio de 2015

La increíble historia del general sapo que en las noches de luna llena se transformaba en vaca

Ésta es la increíble historia del general sapo, que entre otras cosas se jactaba de ser el único capitán de toda la charca, en haber cruzado el mundo entero, sobre un navío de papel, y una rama. Un honor que, para ser honestos, nadie le disputaba. También afirmaba que en las noches de luna llena se transformaba en “vaca”. –Dirás “toro” –corrigen algunos, pero no, él aseguraba que se convertía en vaca; y mugía y mugía por los alrededores, con ganas de comer pastura y flores. 
            Todos en la aldea se sentaban a su alrededor, ansiosos de escuchar alguna de sus descabelladas aventuras. Como la vez que un día de lluvia el sol se apagó de repente, pero él general sapo montó a su huachinango alado y volvió a encender su llama con la colilla de un cigarro. O la vez que la luna se acercó tanto a contemplar su reflejo en el estanque, que por poco se ahoga entre sus aguas, pero él supo sacarla de su apuro con una red para pescar y su inseparable ramita.
            Pero sin duda, la historia que más le solicitaban, sobre todos los niños, fue la vez el supremo creador se quedó sin ideas y acudió al general, para que él lo iluminara con su increíble creatividad, y así fue que nacieron los pájaros de colores, las distintas plantas exóticas, las montañas verdes y heladas, el cielo rojo al atardecer, las estrellas fugaces, el agua de las cascadas, el silencio de la muerte y el rehilete central de la plaza del pueblo, que oportunamente nos avisa cuando el viento ha cambiado de dirección.

            El general era toda una celebridad, pese a que nadie creyera que fuesen verdad ninguna de sus fantásticas historias, salvo él, quién todas las noches volvía a su navío de papel, a contar las estrellas que el supremo creador le regalase como pago por sus servicios prestados, mientras le echa un ojo al calendario, en espera de la próxima luna llena, para satisfacer sus ganas de mugir y mugir por los alrededores, y comer pastura y flores.  

Lluvia

La lluvia cae, casi como si fuese consciente de que sólo un torrente continuo fuese capaz de borrar la mancha que se ha dibujado en lo más profundo de su alma atormentada. Nadie, sólo las implacables lágrimas del cielo le rodean, mientras ella contempla la muerte en la mirada vacía de sus seres queridos. Lo ha perdido todo, incluso la cordura. Sus recuerdos se le presentan como destellos de un huracán de emociones sin nombre o apellido. Sólo el sentido del olfato persiste, y lo que percibe es el aroma a humedad, tierra, sangre y muerte.
            No hay un culpable en su mente. Y no se hace a la idea de lo ocurrido. Piensa que sólo es una pesadilla, la peor que hubiese tenido. Pero cada gota de lluvia, helada e inclemente, le revela que no es un sueño. Lo último que recuerda es el tronido del cielo, un continuo galopar de caballos, gritos y llantos, un estruendo, y un golpe que la hizo perder el sentido. El resto quizás sólo fue un sueño; un abismo profundo en el que caía sin control, ni destino, hasta que despertó en la madrugada, con las manos llenas de sangre y lágrimas en los ojos.

            Su entorno yace devastado; su familia, su casa, sus animales; todo está sepultado por un alud de piedras y lodo, que sólo le perdonó la vida a ella. Casi como si el culpable quisiera dejar un testigo de la fuerza implacable y capacidad destructiva de la misma sustancia, que ahora pareciera abrazarla como una madre: “la lluvia”.  

Astrofísica

Esta mañana respiro la paz en mi mente, mientras el viento da de lleno contra mi cara. Veo pasar las casas, los transeúntes y puentes, como laminillas estáticas; piezas sueltas en un escenario dispuesto sólo para mí. Con cada pedaleo expulso el pasado y doy un salto al mañana. Dejo tras de mí el pútrido estanque donde habita tu recuerdo, y camino de frente a mi futuro, sin ti.
            Libre de tus celos, gritos y maltratos. Libre de tu voz, tus exigencias y órdenes. Ya no soy tu sirvienta, ni tu dama de compañía, y jamás fui tu esclava, pese a lo que tu diminuto cerebro pensara. Ahora sólo soy “yo”, con todas sus letras. No sé si más adelante tropezaré otra vez, pero sé que ya nunca más será con la misma piedra.
            Ignoro qué tan largo será mi camino, pero no pienso mirar atrás, ni retomar mis pasos. Lo que me toque vivir, de ahora en adelante, será en un nuevo terreno, bajo otro cielo, otro río, otros arcos, y otros peatones que me verán pasar, y no dirán nada. ¿Qué van a saber ellos? Sólo seguirán sus vidas, así como yo, reinventaré la mía.
            El viento seca mis lágrimas, que ahora no son de desesperación, sino de felicidad. Por fin soy libre y el mundo me recibe con los brazos abiertos. No me creíste capaz, siempre subestimaste mi sentido de supervivencia, e incluso dudaste de la existencia de mi amor propio. Pensabas que tú eras el centro del mundo, es más, estabas seguro de que tú eras mi “universo”, pero como lo dijera el físico que descubrió los agujeros negros; así como un día tuviste tu “gran explosión”, llegó el momento en que te topaste con tu “gran colapso”.

Ahora se han roto las cadenas que me unían a tu camino, las rompí de un solo golpe, así como mi navaja, cual relámpago divino, cortó tu garganta de un tajo. Pero eso ya es historia. Tu cadáver descansa inmóvil entre la basura, donde quizás nunca lo encuentren, mientras yo sigo pedaleando con fuerza con dirección a mi destino, en pos de mi propio Universo.