domingo, 15 de noviembre de 2015

Carne

-I-
Mi trabajo es rutinario, en algunas ocasiones un poco dramático, pero en lo general aburrido. Así me gusta, digamos que nunca he sido partidaria de las emociones fuertes o excitantes, por eso dejé la ciudad y busqué mi camino en otro sitio; uno mucho más apacible, tranquilo y natural. Un lugar donde pudiera ser lo que quiero y no lo que los impulsos me obligaran a ser.
            Soy trabajadora social y la mayoría de mi tiempo laboral lo invierto en llenar formularios, almacenar expedientes y organizar papeles, pero de vez en cuando hay que corroborar que lo señalado en dichos documentos correspondan con la realidad descrita, por lo que a veces he tenido que abandonar la oficina para constatar que las direcciones existan, que las personas realmente habiten ahí, en verdad necesiten el apoyo que solicitan o si hacen un uso adecuado de la ayuda prestada. En fin, rondas que en la mayoría de las ocasiones no me toman más que un par de horas.
            Hoy es uno de esos días. Al parecer un padre de familia reportó a uno de sus vecinos, lo acusa de mantener cautivo a un niño, que presumiblemente es su propio hijo. En la escuela no saben nada del muchacho desde hace casi seis meses y ni el padre o la madre han acudido a los citatorios de los directivos del colegio. Si bien no se le puede obligar a nadie a darle educación elemental a su propio hijo, y mantener en “cautiverio” a quién sea, debería ser un asunto que les correspondería a la policía y no a mí, las autoridades prefiere ser “sutiles” al respecto, y por eso tengo que ser yo la que vea la validez o falsedad de las acusaciones. Lo cual, de entrada no pinta nada bien, pero bueno, es mi trabajo. Sólo espero que no se me salga de las manos.

-II-
El padre se hace llamar Isaac y la madre María, el niño se llama Andrés y según la escuela tiene diez años, por lo que quizás el motivo de su deserción académica no sea necesariamente de los padres, sino de él y las circunstancias del país, que exigen que cada vez más jóvenes abandonen los estudios en pos de obtener un trabajo, mal pagado y en ocasiones denigrante, pero “trabajo” al fin de cuentas, en búsqueda de un ingreso que ayude a sobrevivir a la familia.
            El barrio donde habitan es de clase baja, el tipo de zona en la que hay un sinfín de vagabundos, pero ni un solo limosnero, ya que nadie porta ni un quinto para regalárselo al otro, por lo que en vez de pedir, intimidan o roban. Lo bueno es que nunca salgo con más dinero del que necesito y mi auto lo dejé en el trabajo, por lo que sólo cargo con lo suficiente para pagar el autobús que me lleve de regreso a la oficina.
            La vivienda es lo que esperaba; láminas, cartones y unos cuantos blocks. Lo que me hace suponer que las circunstancias son lo que me esperaba y que la deserción del niño más que un acto de negligencia familiar, es uno más de los crímenes que el Estado comete contra la población más desprotegida. La buena noticia es que no estaré mucho tiempo por acá.
            Toco la lámina que hace las funciones de puerta y una mujer en el interior me grita, solicitando que me identifique. Yo lo hago y me responde el silencio. Vuelvo a tocar y después de un minuto, me abre la puerta un hombre enorme, casi de dos metros, que ha de pesar más de ciento cincuenta kilos.
            –¿Qué es lo que quiere? –me pregunta con brusquedad e intimidantemente.
            Yo contengo mis emociones y le respondo; pausada y cordialmente. Pero él no parece satisfecho. De reojo observo el muladar que él ha de llamar hogar y vuelvo mi vista a ese hombre, sobre todo a su mano, que porta un cuchillo manchado, tal vez con sangre.
            –Creo que ya ha visto suficiente –agrega y me sujeta de la mano.
            –No cometa una tontería, se lo suplico, todos en mi oficina saben que vine a este lugar, y si no me reporto en media hora, de seguro vendrá la policía a buscarme –le digo, tratando de sonar convincente.
            Pero sólo obtengo risas, tanto de él como de la señora, quien me observa desde una mecedora, donde aparentemente está desollando lo que parece un animal, pero que poco a poco me percato que son extremidades humanas.
            –Aquí nadie te va a buscar. Mujer estúpida. A este lugar ni siquiera entra la policía o el ejército. Y nadie sale, al menos que yo lo diga. Y tú no saldrás viva, mucho menos entera. –Señala y me da un golpe que hace que todo se ponga negro.

-III-
Despierto en un  cuarto salido de una película de horror; huesos rotos por todas partes, sangre en el techo, restos de carne hasta en las paredes y un niño, que corresponde a la descripción de Andrés, encadenado en un rincón, en cuclillas y mordisqueando lo que parece ser una rata. Siento que todo me da vueltas y si no fuera por un repentino ardor en mis muñecas, no me hubiese percatado de que yo también estoy encadenada.
            Entonces quiero gritar, pero sé que no debo perder la calma. Debo dejar de pensar sólo en mí y centrar mi atención en Andrés, quien me ve y suelta el pequeño cadáver de su presa. Al parecer no está tan sometido como yo pensaba, ya que poco a poco, y aún en cuclillas, se hace camino entre los restos humanos, hasta llegar a mí. Me mira curioso, como si nunca hubiese visto a una mujer antes. Lo cual me invita a pensar que quizás este niño no es quien yo pensaba. Se comporta como un salvaje, no habla ni intenta comunicarse, sólo arrastra sus cadenas, mira mis piernas, toca mis manos y observa las suyas.
            –Veo que ya conociste a Aarón –dice una voz infantil, desde el otro lado de la habitación.
            –¿Qué? ¿Quién eres tú? –le pregunto titubeante.
            –¿No lo sabes? Yo soy Andrés. –Responde y se acerca, con un enorme cuchillo entre sus manos, semejante al que portaba el que seguramente es su padre, y un pequeño costal.
            –¿Por qué hacen esto? ¿Qué le han hecho a este pobre niño? –inquiero, a punto de perder la calma.
            –Al principio por necesidad; las cosas cada vez se ponen más difíciles en todas partes y hay que aprender a “devorar” a los otros, antes de que ellos nos devoren primero. Después fue por “poder” y, como ya habrás aprendido, no hay poder más grande que el miedo. Y ahora hasta somos un mal necesario; eliminamos los excedentes incómodos y las autoridades no se meten con nosotros, tal vez por el mismo “miedo”. De hecho, aquel padre de familia que motivó su presencia en este sitio, ya aprendió su lección. No creo que vuelva a meterse en lo que no le importa, al menos que quiera perder a alguien más, además de a su esposa –me cuenta, como si fuera una proeza, al tiempo que saca la mano cercenada de una mujer del costal.
–Debo admitir que en lo personal encuentro muy insípida la carne blanca, pero ésta no estuvo tan mal. Sin duda mamá sabe cómo preparar la comida. –Agregó, antes de arrojarme la mano, como si fuera un perro al que le arrojan un trozo de carne.
            –Tal vez tengan intimidadas a las autoridades y al pueblo entero, pero a mí no me asustan, ni tu padre, ni tu madre, ni tú, ni tu mascota –le digo, señalando con la mirada al otro niño. –Y ya me cansé de sus juegos.
            –Jajajaja, la verdad, no creo que estés en posición de exigir nada, y no acostumbro negociar con la comida. –Responde y se me acerca intimidantemente.
            Entonces me rindo. Dejo de luchar contra mi naturaleza y me limito a sentir cómo la sangre se agita en mis entrañas, hasta que es liberada de un tajo en el pecho. Ya es demasiado tarde, para ellos.
            Al principio sólo escucho sus risas, ahora acompañadas por Isaac y María. Tengo a la familia completa de testigo y yo ardo en presentar mi mejor acto de supervivencia. La herida en mi pecho duele y arde, tanto que hasta me resulta incómodamente placentera. Les regalo un quejido y me contengo, hasta el punto en que no puedo más que soltar un aullido.
            Mis cadenas no duran mucho tiempo, mientras la metamorfosis termina por apoderarse de mi consciencia. Ya no puedo controlar mis actos, sólo me limito a sentir y observar a la bestia que había estado dormida en mi cuerpo, desde el mismo día en que nací. Siento cómo se rompen las cadenas, se desgarra mi piel humana, se reacomodan los huesos y mi uniforme termina hecho jirones. Saboreo el olor a sangre, sudor y miedo. Lo admito, me excita el terror que reflejan en sus ojos. Ponen resistencia, pero es inútil.
Primero decapito a Isaac, de un simple golpe. Sigo con María, quién me ve inmóvil y aterrada; le reviento las entrañas con mis garras y la dejo viva, para que vea cómo termino con el resto. Andrés es el siguiente; pequeño arrogante que se defeca en los pantalones con sólo sentir mi aliento en su cara. No demoro mucho y le arranco la garganta de un mordisco. Entonces temo por Aarón, él no tiene la culpa de nada, es sólo una víctima más de estos locos, pero yo ya no tengo el control sobre mi cuerpo, sino la bestia.
            Aúllo con tal fuerza que los huesos alrededor se sacuden. Por un segundo recupero las riendas y me dispongo a marcharme, pero el inconsciente niño me ve como una rata gigante y se abalanza contra mis piernas. De nuevo pierdo el control y cierro los ojos, pero no puedo evitar sentir cómo mis garras destrozan el cráneo de aquel pequeño.
            Entonces despierto. Bañada en sudor y con el corazón que me quiere salir por las orejas.

            Sé que lo he dicho muchas veces antes, pero ahora sí va en serio; no vuelvo a cenar tan tarde y mucho menos carne. 

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